MOZART INFRECUENTE
JUPITER KV 551 & GRANDE SESTETTO CONCERTANTE KV 364
LA TEMPESTAD | SILVIA MÁRQUEZ CHULILLA, arreglo, fortepiano y dirección
ARSIS GPD 5244 2013 | DL HU 66/2013
Una de las funciones primordiales de la música: transcribir para fomentar el intercambio musical. Ese cometido es el que de modo sorprendente, por infrecuente, guarda esta grabación del maestro salzburgués, en cuyas obras –la sinfonía Júpiter arreglada por S. Márquez y A. Clares, y el Sestetto Concertante en un arreglo anónimo (Viena, 1808)– conviven las harmonías clasicistas de la orquestación mozartiana con la persuasiva y envidiable textura de esta reducción camerística.
La grabación, publicada en el novedoso formato GPD (Geaster PenDrive) lanzado por el sello Arsis, se completa con el documental “Recording Mozart: a New Arrangement of Jupiter Symphony” sobre el primer movimiento de la sinfonía Júpiter, dirigido por el realizador y fotógrafo Joaquín Clares.
CONTENIDO DEL CD
Jupiter KV 551. Arreglo de la Sinfonía n.º 41, de A. Clares y S. Márquez al estilo de J. P. Salomon (2006), para flauta, dos violines, viola, violonchelo, contrabajo y fortepiano
I. Allegro – II. Andante cantabile – III. Menuetto: Allegretto – IV. Molto allegro.
Grande Sestetto Concertante KV 364. Arreglo anónimo de la Sinfonía concertante, Viena (1808), para dos violines, dos violas, violonchelo y contrabajo
I. Allegro maestoso – II. Andante – III. Presto.
“Recording Mozart. A new arrangement of ‘Jupiter’ Symphony”
Vídeo (13:21 min.)
El soporte, consistente en un pendrive de diseño personalizado con capacidad de 4 GB, incluye archivos de audio de alta calidad y en formato mp3, vídeos en alta definición, una galería fotográfica y textos en varios idiomas.
CONTENIDO GPD:
– Grabación en alta defición
– Galería fotográfica
– Documentos html y pdf multimedia
CARACTERÍSTICAS DEL SOPORTE:
– Audio y vídeo en alta definición
– Versiones para dispositivos portátiles
– Más de 7 GB de información
– Calidad Audio WAV 24 bits 48 KHz
– Audio MP3 192kbps
– Vídeo Full HD 1920×1080, MOV y MP4
– Vídeo 720×400 MP4
NOTAS AL CD
Ojalá pudiéramos vivir hasta que no quedara nada por decir en la música.
Wolfgang Amadeus Mozart
I. UNA ENORME ABUNDANCIA DE ACONTECIMIENTOS
«Ningún artista es durante las veinticuatro horas de su jornada diaria ininterrumpidamente artista». Con esta pequeña y sutil advertencia prologa Stephan Zweig uno de sus más famosos escritos, Momentos estelares de la humanidad. Que no haya duda, que quede claro que todos esos pellizcos de historia que se cuentan solos, sin necesidad de adornos, todos aquellos sucesos con consecuencias, acaecidos en las ocasiones más inesperadas, no fueron fruto de la genialidad de sus autores… no al menos de una genialidad vitalicia. Acaso la rozaron en un momento ínfimo de sus vidas.
La vida de Zweig transcurrió entre Viena y Salzburgo hasta el momento en que se exilió a Brasil huyendo del nazismo y de Hitler. Alimentado por estas dos ciudades, no es extraño que cayera bajo el hechizo de un personaje como Wolfgang Amadeus Mozart, ilustre ciudadano de ambas. Coleccionista apasionado, durante las últimas cuatro décadas de su hobby Zweig buscó no solo obras características, sino aquellas que se pudieran contar entre los logros de la producción de sus autores. Mozart constituyó una fascinación de por vida para Zweig, cuya colección incluía composiciones del músico desde 1784 hasta su muerte en 1791, su contrato de matrimonio, cinco cartas y once manuscritos autógrafos, entre ellos el catálogo temático de sus obras desde 1784.
¿Cómo es posible que no dedicara uno de aquellos reflejos que dejaron huella en la humanidad al genio salzburgués? Seguramente por eso: por su genialidad. «Los millones de hombres que conforman un pueblo son necesarios para que nazca un solo genio. Igualmente han de transcurrir millones de horas para que se produzca un momento estelar de la humanidad. Pero cuando en el arte nace un genio, perdura a lo largo de los tiempos». Zweig no fue capaz de elegir, de entre las muchas grandes obras de Mozart, una que hubiera significado un hito en la Historia, que sobresaliera entre todas. La prolífica y grandiosa producción de Mozart en tan corta vida parecía querer burlar la cita del prólogo de Zweig con la que iniciamos estas notas. Wolfgang Amadeus Mozart no tenía lugar en ese libro. Su obra no era uno de esos momentos dramáticamente concentrados. Era uno, otro y otro, todos ellos desparramados en un sorprendentemente breve espacio de años en la infinita línea del tiempo.
Atorados con la grandeza de tanta obra, entre esa «enorme abundancia de acontecimientos» que Zweig atribuye al genio, La Tempestad osa seleccionar dos de los logros mozartianos y presentarlos en formato comprimido. Dos obras inmortales compuestas en menos de diez años, y entre las cuales se cuenta una gran cantidad de obras maestras: sus tres últimas sinfonías, cinco de sus óperas maduras y algunas de las más bellas sonatas para piano. Sin embargo, la reducción no es arbitraria, sino que sigue, como veremos, métodos ya tradicionales. La Tempestad, en el papel del cocinero, prepara un plato con unos «acontecimientos» que auguran un rico aroma: materia prima de calidad (nada menos que la Sinfonía concertante K. 364b y la Sinfonía «Júpiter» K. 551) y receta tradicional (la transcripción). En fin, concentrado de genio.
DIÁLOGO Y EXTREMOS. SINFONÍA CONCERTANTE K. 364b
Monsieur Le Gros me ha comprado la Sinfonía concertante. Él piensa que es el único que la tiene, pero no es así: todavía está fresca en mi cabeza, y en cuanto llegue a casa la escribiré de nuevo.
Wolfgang Amadeus Mozart (París, 3 de octubre de 1778)
Lástima que no cumpliera su palabra, porque de haberlo hecho no lamentaríamos hoy la pérdida de la Sinfonía concertante para oboe, clarinete, trompa y fagot K. 297b, a la que se refería Mozart en esta carta a su padre, y que quedó en manos de Le Gros.
Joseph Le Gros, director de los famosos Concerts Spirituels deParís, había ofrecido a Mozart, que se encontraba realizando un tour europeo entre 1777 y 1779, la posibilidad de utilizar el fortepiano de su casa para componer. Allí es donde probablemente escribiera el Concierto para flauta, arpa y orquesta K. 299, que adopta también la forma de una sinfonía concertante. Se trataba de un género muy en boga, que floreció a partir de la década de 1760 y tuvo un especial éxito en París, donde compositores como Davaux, Le Duc, Saint-Georges, Gossec, Rigel y Cambini ―que escribió más de ochenta― lo cultivaron. Solía constar de dos o tres movimientos, el primero de ellos generalmente en una forma ritornello-sonata clásica, en tanto que el último consistía en un rondó. También Johann Christian Bach, a quien Mozart admiraba profundamente, compuso quince sinfonías concertantes.
Sin embargo, a pesar de la evidente confianza en su memoria, Mozart decide escribir una nueva pieza a su vuelta a Salzburgo en 1779, que supondrá la culminación de este género: la Sinfonía concertante para violín y viola en Mi bemol mayor (K. 364/320d). A los experimentos realizados hasta el momento se suman las influencias recogidas en el tour europeo, que incluía dos ciudades importantes: Mannheim y París. En la primera tuvo el privilegio de visitar la orquesta de la corte; y en la segunda pudo conocer a Joseph Boulogne, Chevalier de Saint-Georges, violinista, compositor y director muy activo en aquellos años, que dirigió y estrenó las sinfonías parisinas de Haydn y cuyo Concierto nº 5 para violín aparece citado en la Sinfonía concertante de Mozart. Las dinámicas orquestales de esta obra reflejan el nivel técnico cada vez más exigente de la orquesta europea del momento.
Si el Concierto para flauta y arpa supone un reto técnico para los dos solistas, en la Sinfonía concertante K. 364 los dos instrumentos juegan en un diálogo incansable que se impone sobre la innegable exigencia técnica: diálogo entre ellos mismos y de cada uno de ellos con la orquesta. El adjetivo «concertante» cobra sentido en la acepción más generalizada, la de «acordar, pactar, decidir conjuntamente». Mozart otorga la misma importancia a ambos instrumentos. De hecho, la parte de viola está escrita en re mayor en lugar de mi bemol mayor, por lo que el instrumento debe ser afinado un semitono alto (técnica de scordatura) para conseguir una sonoridad más brillante. El resultado constituye una especie de muestrario concentrado del carácter de Mozart, llevado a los extremos: la alegría serena de los movimientos primero y tercero (donde los dos instrumentos parecen ir dándose caza y jugando como niños) frente al dramatismo y el profundo recogimiento del segundo, quizás uno de los movimientos más tristes de toda la obra de Mozart, en el que muchos han querido ver el dolor por la muerte reciente de su madre y el desengaño con Aloysia Weber.
GUERRA, MUNDO Y LEY. SINFONÍA «JÚPITER» K. 551
Voi siete un po’ tondo
Mio caro Pompeo
L’usanze del mondo
Andate a studiar
Extracto de Un bacio in mano, K. 541 de W. A. Mozart
Solo diez años más tarde de aquella culminación de un género a caballo entre el concierto y la sinfonía, Mozart escribe la última de una serie de tres sinfonías compuestas en rápida sucesión, durante un verano: el 10 de agosto de 1788 finaliza la Sinfonía nº 41, K.551, en Do mayor.
Probablemente debido al carácter de fanfarria del inicio, el empresario Johann Peter Salomon (según registran en sus diarios Vincent y Mary Novello después de una visita a la viuda de Mozart, Constanza), le adjudicó el sobrenombre de «Júpiter» a principios del siglo XIX. Un carácter que se mantendría durante todo el movimiento, si no fuera por la aparición de un segundo tema totalmente contrastante en la exposición. Dicho tema no es sino Un bacio di mano K. 541, pequeña arieta de ópera que Mozart había compuesto para que el bajo Francesco Albertarelli la estrenara dentro de Le gelosie fortunate, de Pasquale Anfossi, el 2 de junio de 1788. En el argumento, un galán, hombre de mundo, aconseja a otro sobre los peligros de cortejar damas jóvenes.
Esta recuperación de temas de obras anteriores era una práctica totalmente habitual. La frescura de Un bacio in mano contrasta con la solidez del cuarto movimiento, que, en el extremo opuesto, rescata el motivo del Credo que había utilizado para la Missa brevis en Fa mayor, K. 192. De los lances amorosos y terrenales pasamos al orden divino. Si la elegancia del segundo movimiento, por encima de los momentos sombríos, y el minueto, cromático, nos alejan del Olimpo del dios Júpiter, el Finale de esta sinfonía es, continuando con la terminología romana, una construcción ciclópea. La fuga a cinco voces es una demostración casi insultante de la maestría compositiva, la habilidad artística más virtuosa, los límites de la arquitectura sonora.
Como sugiere el escritor y editor Ron Drummond, quizás el título otorgado por Salomon a la sinfonía es más adecuado en referencia al Finale, ya no por la aparición de trompetas y fanfarrias, sino porque podría decirse que engloba en su estructura las ideas igualitarias que transformaron Europa, para lo bueno y para lo malo, durante la Ilustración, pues Júpiter, dios de la luz, del cielo y del tiempo, también era el dios del Estado, de su bienestar y de sus leyes, y por tanto representaba su condición ideal.
La Sinfonía «Júpiter» fue la última obra sinfónica de Wolfgang Amadeus Mozart. Quizás, de modo preclaro, consideró que finalmente no había más que decir: la lucha, el carácter bélico, el mundo y sus costumbres, el deseo, el amor, el dolor, la religión y la ley, el orden terrenal y divino… todo estaba allí. El exultante final de trompetas y timbales hubiera sido un exitoso broche de oro para la serie de tres conciertos que Mozart planeaba llevar a cabo en Viena ese mismo otoño. El proyecto fracasó y no tenemos constancia del estreno de la Sinfonía K. 551, pero de un modo u otro debió de trascender, porque tras la primera edición publicada por André (Offenbach, 1800) comenzaron a circular arreglos y versiones que lucieron ese broche por los escenarios más variopintos ―públicos y privados― hasta el día de hoy.
II. TRANSCRIPCIONES Y PRÉSTAMOS
La transcripción, fundamento del intercambio musical ya en el siglo XVII (como atestiguan las más de cuatrocientas versiones para clave encontradas en diferentes puntos de la geografía europea de más de doscientos fragmentos de óperas de Jean-Baptiste Lully), fue evolucionando en artífices, concepto y medios.
Hasta mediados del siglo XVIII la música servía a otros intereses sociales, ya fuera culto divino o música ambiental para comidas y juegos en las cortes. Pero poco a poco comienzan a surgir sociedades musicales que celebran sus conciertos, enfocados a disfrutar únicamente de la música, en pequeñas iglesias o tabernas. Con el auge de la burguesía, la explotación comercial del ocio va asentándose y alcanzando cada vez mayor entidad económica. Y esta explotación se hizo extensiva también, entre otras manifestaciones, a la música. La burguesía, junto con la nobleza, constituía lo más granado y numeroso de los asistentes a la ópera y a los conciertos públicos, que iban cobrando cada vez más importancia en múltiples ciudades. Y, junto a los profesionales, los burgueses fueron los mejores clientes de instrumentos de música, así como los principales suscriptores de las publicaciones periódicas musicales. Definitivamente, la música había dejado de ser patrimonio exclusivo de príncipes y aristócratas.
Junto a ello, la práctica de la transcripción facilitó un intercambio de música entre compositores, aficionados, países e instrumentos que dependía de las circunstancias ocasionales, de los instrumentos disponibles y, en muchos casos, de intereses comerciales, pero que, sobre todo, permitió disfrutar de la música de cámara u orquestal en casa, pasar de las salas de concierto al ámbito doméstico.
«RIDOTTE IN CONCERTI». MOZART ARREGLISTA
Como ejercicio he escrito el aria Non so d’onde viene, que Bach compuso tan bellamente. Lo he hecho porque conozco tan bien a Bach y el aria me gusta tanto que no me la puedo quitar de la cabeza. Quería ver si a pesar de ello era capaz de componer un aria que no se pareciera en nada a la de Bach. Ni se parece en nada, ni me gusta nada en absoluto.
Wolfgang Amadeus Mozart (Mannheim, 28 de febrero de 1778)
El aria a la que se refiere Mozart en la carta a su padre es la nº 294 del catálogo de Köchel. Y el Bach al que se refiere no es otro sino Johann Christian, «el Bach de Londres», al que Mozart profesaba admiración y tenía en la más alta estima.
Wolfgang transcribió (al parecer entre los 11 y los 15 años) tres sonatas del opus 5 de J. Ch. Bach (publicadas en 1768) que se convirtieron en los Conciertos para clave K. 107. Dichos conciertos, cuya disposición instrumental respetaba la de los del propio J. Ch. Bach (2 violines, bajo y clave), le sirvieron como repertorio durante sus giras cuando tocaba en ámbitos reducidos y también para dominar el género antes de componer su verdadero primer concierto para teclado (K. 175 en Re mayor). El título original del manuscrito rezaba así: «Tre Sonate del Sgr. Giovanni Bach ridotte in concerti dal Sgr. Amadeo Wolfgango Mozart», lo cual atestigua la generalización del término «ridotte» (reducidas) para la práctica de la transcripción, fuera de más a menos instrumentos o viceversa, como era el caso. La contribución del salzburgués es más visible en los primeros movimientos (la cadencia del K. 107/1 es del propio Mozart) que en los últimos, donde se limita a presentar la parte original de teclado con un delicado acompañamiento por parte de las cuerdas.
Junto a la práctica de la transcripción, Mozart no fue ajeno a tantos otros usos comunes a la época: la utilización frecuente, como hemos visto en la «Júpiter», de temas propios escritos con anterioridad o tomados de otros autores; la composición o adaptación de música para teclado acompañada por un violín ad libitum para el disfrute doméstico de los aficionados; o la sustitución de movimientos de una obra según la reacción del público una vez estrenada: la plantilla orquestal del Concierto K. 175, compuesto en Salzburgo en 1773, estaba formada por clave, violines I y II, viola, basso, dos oboes, dos trompas, dos trompetas y timbales. Pero la escritura severa del tercer movimiento, compuesto en la época de estudio del contrapunto, no debió agradar mucho al público vienés, así que Mozart, sin problema, lo sustituyó en 1782 por otro movimiento de inspiración totalmente diferente: el Rondò, allegretto grazioso en Re mayor K. 382, añadiendo una flauta.
MOZART «ACCOMODATO»
Y es precisamente esta segunda versión del Concierto K. 175 la que encontramos transcrita para dos claves, por una mano anónima, en la Biblioteca de Dresde, una mina rica en versiones reducidas de las más importantes composiciones del momento. El príncipe elector de la ciudad, Federico Augusto «el Justo», pedía a su copista que se las arreglara para poder disfrutar de ellas interpretándolas junto al organista de palacio. Entre las obras «accomodate per due cembali» se encontraban composiciones de Luigi Boccherini, Joseph Haydn o W. A. Mozart.
A medida que la música pasaba de las reuniones de la corte y los salones de los nobles a las salas de música de la burguesía y la clase media ilustrada, el nivel de los aficionados y el amor generalizado por la música crecían exponencialmente. En los años del cambio de siglo proliferan los conciertos públicos, organizados ya por el compositor, ya por el creciente número de sociedades de conciertos. El «estilo galante», frente al complejo contrapunto de la música anterior, propicia la expansión de la práctica amateur, y los arreglos de obras famosas proliferan por toda Europa en los primeros años del siglo XIX. Se multiplican las editoriales, que ven aumentar su trabajo con publicaciones de diversos grados de dificultad.
Peter Lichtenthal, doctor, compositor y musicólogo nacido en Pressburg (la actual Bratislava) en 1780, se establece en Milán en 1810, donde permanece hasta su muerte. Allí, frente a la imposibilidad de escuchar en vivo las obras orquestales de Mozart, se dedica con devoción a escribir acerca del que consideraba el único genio musical universal y a realizar numerosas transcripciones de su obra para tríos, cuartetos y quintetos. Además de la ya famosa versión del Requiem, las Sinfonías nº 39 y 40 se conservan en la Biblioteca de Milán en versión para cuarteto de cuerda. Pero la nº 41, que él tituló «Grand Sinfonia in C colla Fuga», necesitaba de un quinteto (dos violines, dos violas y violonchelo) debido a las cinco voces de la fuga final.
Christopher Hogwood, responsable de la edición moderna de esta versión para quinteto de cuerda (Edition HH, 2008), enumera en la introducción: «La Sinfonía “Júpiter” se vio sujeta a múltiples arreglos durante la primera mitad del siglo XIX. Además de las esperadas reducciones para piano o dúo de pianos, encontramos la excelente versión de Cimador para dos violines, dos violas, cello, contrabajo y flauta (c. 1805) y las adaptaciones de Hummel y Clementi para piano con flauta, violín y chelo; en 1848 William Watts publicó una adaptación para la misma combinación de instrumentos, pero con una parte de piano a cuatro manos. Existen algunas versiones para grupos de cámara más pequeños: el Finale arreglado para cuarteto de cuerda (y transportado a re mayor) se puede encontrar en un manuscrito del museo nacional de Praga (XXVI C 83).»
VIENA 1808. UN GRANDE SESTETTO CONCERTANTE
Los últimos diez años de la vida de Mozart, su periodo en Viena, coincidieron con una parte de la Historia plagada de acontecimientos importantes, entre ellos los primeros años de la Revolución francesa. Las ideas de Rousseau, Voltaire, Franklin, Hume, Goethe y Schiller circulaban por los salones de una ciudad que, frente a Londres o París, no contaba con una verdadera sala de conciertos. En estos salones, base de la actividad musical, los aficionados de distintos estratos sociales, incluidos los más altos, ofrecían conciertos y alquilaban los servicios de afamados profesionales, como el propio Mozart.
Sigmund Anton Steiner, uno de estos músicos amateurs, dueño desde 1803 de la Wiener Chemische Druckerei, fue precisamente el responsable de la publicación en 1808 del Grande Sestetto Concertante, un arreglo de la Sinfonía K. 364b. De autor desconocido, el Sestetto está escrito para dos violines, dos violas y dos violonchelos («Violoncello primo concertante e Violoncello secondo o Contra Basso»). La participación de dos voces de viola era más que común en las obras sinfónicas de Mozart, entre ellas la propia Sinfonía concertante.
La primera publicación de la versión original, debida a Anton Andrè, tuvo lugar en 1801, y la aparición en Maguncia, solo un año después, del primer arreglo para trío con piano demuestra la rápida popularidad que alcanzó. Si en la versión orquestal Mozart otorgaba la misma importancia al violín y la viola, y los sometía a un constante diálogo, en el Sestetto todos tienen algo, mucho, que decir. Los temas pasan de una a otra voz creando incontables reflejos e ilusiones caleidoscópicas, lo cual, a pesar de plasmar quizás un gusto más cercano a esa música de cámara que tanto amaba y disfrutaba Mozart al final de su vida, constituye el principal problema del arreglo: la fragmentación de las frases en pequeños motivos plantea una tremenda dificultad a la hora de construir un movimiento de principio a fin. A esta dificultad horizontal se suma una segunda, vertical: el difícil equilibrio sonoro entre dos violines, dos violas y dos instrumentos bajos que están repartiéndose un mismo material, y cuya escritura no ha sido concebida desde el inicio como la de un cuarteto de cuerda, por ejemplo. Esto sin tener en cuenta las numerosas exigencias técnicas que presenta la pieza para todos y cada uno de los intérpretes.
Acaso es esta la razón por la que contamos hoy en día con un nuevo arreglo para ocho partes, realizado en 1988 por el violonchelista Ernst Rosenberger y publicado en Viena (¡cómo no!) por el editor Wolfgang Kiess: las voces solistas, violín y viola, se mantienen como en el original, y los vientos se integran en el sexteto de cuerda, cuyo único objetivo es acompañar a los solistas.
LONDRES Y LAS SINFONÍAS «SALOMON»
No encontramos, en cambio, este tipo de problemas en los brillantes arreglos de las doce Sinfonías de Londres de Joseph Haydn realizados por Johann Peter Salomon, que han sido el germen de la presente grabación.
Londres albergó el considerado como primer espacio dedicado exclusivamente a la música, que no fue otro que las Hanover Square Rooms, sala inaugurada en 1775 por el maestro de baile Giovanni Gallini, y donde Johann Christian Bach y Carl Friedrich Abel llevaron a cabo sus exitosas series de conciertos durante la década de 1770. En 1776, el ya respetado violinista Johann Peter Salomon inaugura una serie de conciertos paralela. Años más tarde, enterado de la muerte del príncipe Nicolás (acaecida en septiembre de 1790), Salomon viaja a Viena para intentar convencer a los dos grandes maestros, Mozart y Haydn, de que se trasladaran a Londres. Lo consigue con el segundo, cuyo éxito es total y absoluto. Sus dos estancias en la capital inglesa constituyeron, al decir del propio Haydn, el periodo más feliz de su vida, durante el que completará la serie de sus sinfonías londinenses, de la 99 a la 104. A pesar de lo cual, al finalizar la temporada de 1795, decide volver a su patria.
¿Qué podía pasar por la mente de J. P. Salomon tras la decisión de su amigo Haydn de abandonar esa ciudad que le aclamaba? ¿Qué pensaría el músico y amigo? Pero… ¿qué pensaría el inquieto negociante que ve partir a su gallina de los huevos de oro? Salomon, obviamente, no puede permitir que se le escape de las manos la fuente del éxito de sus conciertos y, a punto de dejar Londres, en agosto de 1795, Joseph Haydn firma con el empresario un contrato que pretende ser beneficioso para ambos y por el que cede los derechos de sus seis primeras sinfonías de Londres. A los pocos meses enviará desde Viena el contrato para las seis siguientes, consiguiendo así Salomon el derecho de explotación de las doce.
Con claro olfato comercial, decide realizar una primera adaptación de las sinfonías para fortepiano con el acompañamiento ad libitum de un violín o violonchelo. No demasiado convencido de esta primera versión, insuficiente en su textura, Salomon anuncia en 1798 la publicación de un nuevo arreglo, esta vez para dos violines, flauta, viola y violonchelo, con acompañamiento de fortepiano ad libitum. Ahora sí, la riqueza en detalles se multiplica y, con un orgánico reducido, se alcanzan altísimos grados de fidelidad sonora al original, al tiempo que sigue siendo una formación mucho más accesible que la orquestal. La actividad empresarial de J. P. Salomon ha hecho a menudo olvidar su capacidad musical: los arreglos son brillantes, la distribución de papeles está meticulosamente estudiada. Y la posibilidad de interpretar estos arreglos con o sin fortepiano era otro astuto recurso comercial, pues a pesar de que ganaba adeptos a pasos agigantados, en los inicios de su expansión no era un instrumento al alcance de todos los bolsillos.
En 1780 podía adquirirse un Broadwood sencillo por veinte guineas, más otra por los gastos de embalaje y entrega. Una generación después (como ocurre hoy con la tecnología digital), las economías de escala y una importante mejora de las comunicaciones habían hecho que el precio descendiera a dieciocho libras, incluidos gastos de envío. Con los avances que constructores como Zumpe, Broadwood o Clementi iban aplicando y el impulso de compositores como Johann Christian Bach o el propio Mozart, el fortepiano se convirtió en el instrumento de democratización de la música. Un estudiante podía extraer de él sonidos agradables desde el primer día, al contrario de lo que sucedía con un violín. Cuando había aprendido los rudimentos, el pianista podía entretener a la familia y los amigos con música de baile o transcripciones de arias del último éxito operístico.
III. LA «JÚPITER» DE LA TEMPESTAD
En los diez años posteriores a la publicación de los arreglos de Salomon, el fortepiano de mesa fue tomando posiciones en las casas londinenses hasta convertirse en un habitante más. Sin duda gracias a ello la versión del arreglo de 1808 nos ha llegado con una parte realizada de bajo continuo con la que nos hacemos una idea clara de la facilidad con que los aficionados podían disfrutar de esta gran música… como lo hemos hecho en La Tempestad durante los numerosos conciertos dedicados a las Sinfonías de Salomon, en los que ese bajo continuo aportaba el toque para convertir la sonoridad de cámara en versiones llenas, orquestales. Eso sí: tras muchas y muchas afinaciones, puesto que nuestro fortepiano, lejos de estar pacíficamente aposentado al calor de una alfombra, ha viajado con nosotros sufriendo innumerables cambios atmosféricos. Quizás entre una y otra de esas afinaciones surgió la idea de un nuevo arreglo de la «Júpiter». Porque fue tras uno de nuestros conciertos con Haydn en el bello paraje de Bolea, cuando Fernando y Pilar, creadores del sello Arsis, concibieron la idea. Al modo de un Sigmund Steiner, conscientes de la imposibilidad de llevar a una orquesta al completo para disfrutar de la «Júpiter» y habiendo constatado el resultado de los arreglos de Salomon, la solución estaba allí, al alcance: realizar el encargo de una nueva reducción de la partitura orquestal, esta vez con los mismos instrumentos que tenían delante.
Durante los cuatro años anteriores a la muerte de Mozart, acaecida en 1791, las ofertas para llevarlo a Londres siguiendo los exitosos pasos de Haydn fueron numerosas, comenzando, por supuesto, por la de J. P. Salomon. No pudo ser. Y a nosotros nos encantó la idea de una nueva transcripción al estilo de Salomon, convencidos de que, de haber cerrado el trato, la Sinfonía «Júpiter» hubiera sido uno de los primeros objetivos del empresario. Nos pareció también interesante aportar nuestro grano de arena, una arena del siglo XXI, a una práctica que hemos visto ininterrumpida durante los siglos XVIII, XIX y XX.
¿Por qué el modelo de Salomon? Porque como excelente músico, empresario y viajero, seguramente conoció los sextetos de Boccherini y Cambini, su resultado sonoro y sus posibles carencias, y a la hora de transcribir las Sinfonías de Londres se preocupó por encontrar la combinación instrumental que mejor se adaptase a la obra original con el menor número de elementos. Nosotros, como músicos, jugamos con la ventaja de tener ese camino trazado, de conocer los arreglos de Salomon y haberlos saboreado desde dentro, de contar con los facsímiles. Quizás todo esto resta algo de la frescura que recorre los siglos y nos llega de aquellas reuniones decimonónicas amateurs. Pero nuestro arreglo de la Sinfonía «Júpiter» ha sido gracias a ello revisado e interpretado varias veces antes de su versión final. Cada músico ha podido comprobar si la escritura funcionaba para su instrumento, si había o no incongruencias, si la voz que acababa de tocar el mismo tema lo había hecho de modo distinto, si las notas impresas correspondían o no con la lógica de una obra por otra parte archiconocida para un músico clásico de hoy en día…¡o si faltaban las trompas!
¿Cómo se disponen las partes? En términos generales, la flauta desempeña la función de los diferentes vientos en la partitura orquestal, tanto en los pequeños diálogos como en las notas mantenidas. El violín primero se mantiene fiel al original, mientras el segundo pasa de su papel habitual a formar dúos de vientos con la flauta o a sustituir a otros instrumentos. Cuando esto sucede, la viola, el instrumento más versátil a la postre, asume el papel del segundo violín; pero también puede convertirse en fagot, en un momento dado, o en trompas, jugando a la guerra desde la lejanía. El contrabajo añade a la parte de orquesta original dos funciones: la de sustituir al violonchelo cuando este se ocupa de voces superiores o la de percusión en total conjunción con el fortepiano. Este último, que amalgama la sonoridad del conjunto de un modo sorprendente, cumple exactamente el mismo papel que tenía en la edición londinense de 1808 de los arreglos de Salomon (un bajo continuo lejano ya a la práctica del XVIII, a caballo entre el cifrado barroco y la reducción orquestal). Pero dada la abundancia de material interesante en la orquestación mozartiana, agrega pinceladas a modo de pequeños comentarios de violines u oboes allá donde el resto del sexteto está ocupado en material imprescindible, o incluso refuerza junto al contrabajo momentos de timbal que imprimen el carácter percusivo que de otro modo faltaría.
Mozart infrecuente brinda hoy el equivalente, en forma de transcripción, a una grabación discográfica del siglo XVIII envuelta en un soporte del siglo XXI. Resulta ilustrativo recordar que las primeras grabaciones orquestales planteaban tremendos problemas de balance que obligaban a reducir exageradamente la plantilla. A menudo se grababan sinfonías con una sola viola, y un contrabajo cumplía las funciones de toda una cuerda de violonchelos. Tim Blanning ofrece un claro ejemplo en su libro El triunfo de la música: «Cuando en 1914 Arthur Nikisch hizo la primera grabación completa de la Quinta Sinfonía de Beethoven con la Filarmónica de Berlín se vio obligado a prescindir de los contrabajos y los timbales y a no tocar ni pianissimo ni forte».
Y ENTONCES, MOZART… ¿INFRECUENTE?
Pues sí. Infrecuente, por ejemplo, porque nosotros sí queremos utilizar el contrabajo, y a pesar de la reducción de plantilla nos parece fundamental para conseguir la profundidad de las obras sinfónicas. Y no solo en la «Júpiter». Las escasísimas grabaciones existentes del Grande Sestetto Concertante lo son con dos violonchelos, y nosotros, aprovechando nuestra formación habitual y conscientes de las complicaciones en cuanto al balance que esta decisión podía suponer, hemos optado por la segunda de las posibilidades que el título de la edición ofrecía: “violoncello o contrabasso”.
Infrecuente porque, aunque recientes investigaciones sitúan la Sinfonía nº 41 como la obra de Mozart más interpretada por las orquestas actualmente, no es común escucharla en formato camerístico, a pesar de la evidente popularidad de todos los arreglos a los que se ha visto sometida.
Infrecuente porque rendimos homenaje a J. P. Salomon siguiendo su factura, tomándolo como modelo, reconociendo su buen hacer y su bagaje artístico, a sabiendas de que sus arreglos de las sinfonías de Haydn figuran entre los más completos y respetuosos de esta tradición a lo largo de siglos.
Infrecuente porque, dedicados como estamos a la interpretación histórica, nos faltaba disfrutar de una de las costumbres más habituales de principios del siglo XIX. Es cierto que la práctica de la improvisación así como la experimentación con distintas combinaciones instrumentales aparecen ya a menudo en los escenarios de la música antigua. Pero no así la de la transcripción de sinfonías clásicas o música de ópera de este periodo, realizadas por los propios intérpretes.
Y, si se nos permite, infrecuente incluso de modo anacrónico, puesto que hace doscientos años el público esperaba escuchar música nueva, piezas que habían sido escritas como mucho diez años antes. ¿Se nos ocurriría hoy en día transcribir los últimos y brillantes estrenos de nuestros compositores contemporáneos para llevarlos a casa? A nuestro modo de ver, la composición actual perdería su esencia si reducimos su instrumentación, si le hacemos perder el juego de colores, las distintas sonoridades.
Precisamente la evolución de la tecnología y los soportes discográficos han acabado por estandarizar el sonido de la música orquestal, han sacralizado en cierto modo la instrumentación, concepto totalmente impensable en el siglo XVIII. ¿Qué no hubiera hecho Haydn de disponer de otra orquesta en su palacio de Esterházy? Dispónganse a escuchar al modo europeo de principios del XIX, en uno de aquellos salones con una de tantas combinaciones instrumentales que compensaban la reducción del número con la variedad de matices y el rico juego individual, sin perder ni un ápice de la invención musical, de la arquitectura sonora.
UN GUIÑO A LA TEMPESTAD
De perfecto desconocido, Johann Peter Salomon pasó a sentarse a nuestra mesa día sí y día también. Los años invertidos en sus arreglos de las Sinfonías de Londres de Haydn hicieron que nuestro desconocimiento se convirtiera en admiración y agradecimiento. Pareciera que, una vez finalizada aquella empresa, pensara en redondear el cúmulo de circunstancias que nos han traído hasta aquí siendo él, precisamente, quien diera el nombre de «Júpiter» a la Sinfonía nº 41. Gracias de nuevo, Mr. Salomon. Precisamente a nosotros, La Tempestad, nos viene de perlas. Nos parece una decisión justa. Sabia. Equilibrada. De un modo paradójico y devolviéndole a usted el favor con un pequeño juego de palabras, nos parece una decisión «salomónica».
No nos parece mal, no, que Júpiter, señor del Olimpo, rey del cielo y de la tierra, de los dioses y de los hombres, que con su gesto era capaz de estremecer al mundo, dé nombre a la sinfonía causante de tantas sensaciones a nuestro alrededor.
Para alcanzar su estatus, Júpiter tuvo que destronar a Cronos, una fuerza cruel y tempestuosa de caos y desorden ―vaya, hombre, «tempestuosa»―, bajo cuyo mandato nacen y mueren seres sin orden alguno (recordemos que Cronos devora a sus hijos). Los romanos lo llamarán Saturno. Destronando a su padre, Júpiter ordenará definitivamente el universo, se convertirá en el principio divino de la espiritualidad, fundará el nuevo orden del Olimpo, establecerá la base de las relaciones entre todos los seres. Y solo a muy, muy pequeña escala, y como Tempestad que somos, nos gusta creernos aquellos monstruosos cíclopes de un solo ojo que, forjando rayos, le ayudaron a destronar a Cronos; y disfrutar de una monumental fuga que imaginamos como una construcción llevada a cabo con trabajo incesante de ritmo frenético, que, alcanzando el orden absoluto, nos hace perder la noción del tiempo…
Silvia Márquez Chulilla
Algezares, último día del año 2012